Noticias felices en aviones de papel
Bruno tenía pocos amigos de su edad y escaso trato con ellos. El primer día de vacaciones, al salir de casa por la mañana, un reflejo de sol rebotado de alguna ventana lo cegó durante un instante y sus pies tropezaron con las piernas de un muchacho sentado en la acera con la espalda apoyada contra la pared. No lo conocía, nunca lo había visto por el barrio. Tenía al lado un macuto astroso y unas cuantas hojas extendidas del diario La Vanguardia, sobre las que exponía su mercancía de segunda mano: una linterna eléctrica, unas gafas de sol, un sacacorchos metálico, una armónica, una lupa y un mechero de plástico con la cara de Betty Boop. De unos quince años, canijo, cabeza rapada, narizotas y orejas de soplillo, le rondaba un aire de murciélago y su aspecto no parecía muy saludable. En medio de la calle, otro chaval de unos diez años, pantalón corto y tirantes sobre el torso desnudo, trastabillaba sobre unos patines intentando mantener el equilibrio. A uno de los patines le faltaba una rueda. Lucía también cabeza rapada y con costras verdes, como tocada por alguna infección.
−¡Cuidado, Oskar! –dijo el niño murciélago con voz de pito. Y a Bruno−: Es mi hermano. ¿Qué, me compras algo?
Él no consideró necesario ni prudente disculparse por el tropiezo y centró su atención en la magra mercadería.
−¿Eres de por aquí? –inquirió–. Nunca te había visto.
−Vivo cerca. Venga, escoge, tengo de todo.
−¿A qué cole vas?
−¿Cole? Yo recojo chatarra, nano. Bueno, ¿me compras algo o qué?
−No sé. Todo esto no vale un pito. Déjame ver.
En cuclillas, examinó la linterna y luego la armónica. Ni la una ni la otra funcionaban. La lupa tenía mala pinta. El cráneo rasurado del vendedor tenía forma de zepelín y olía a desinfectante. Bruno se quedó pensativo. Me interesa el diario –dijo de pronto.
−¿El diario? ¿Para qué puñeta lo quieres? Bueno, te lo regalo, pero cómprame algo.
−¿De dónde lo has sacado? ¿Tienes más?
Le hizo una propuesta. Le compraría la lupa, pero a pagar más adelante y a condición de que le proporcionara diarios. Se sentó amigablemente con él y le dijo que los buscaba para una vieja polaca un poco mochales amiga de su madre que se pasaba el día hablando con un loro azul y tirando aviones de papel de diario por el balcón. Y que le pagaba algo, no mucho, una miseria, por cada avión que recogía.
−Ahora tengo vacaciones y podré coger más, si tú me traes diarios –dijo.
−Pero qué dices. Yo trabajo con cosas de valor, colega.
Bruno le preguntó su nombre, y si era la primera vez que instalaba su mercancía aquí.
−Los chavales de esta calle estáis en babia –masculló el precoz mercachifle−. ¿De verdad no sabes quién soy, nano? ¿Nunca has oído hablar de los hermanos Rabinad? ¿O del Cocoliso, que soy menda? Pues aquí nos tienes, presente y en persona. Vendía sus cosas más preciadas porque necesitaba dinero para comprarse un casco de motorista, explicó, y que se llamaba Jan, pero todo el mundo le decía el Cocoliso. Añadió que dentro de poco entraría a trabajar en un taller mecánico y de mayor sería piloto de motos de carreras. Su padre guardaba un almacén de chatarra en la calle Tres Señoras y su hermano el patinador tenía unas cicatrices muy malas en la piel y en el coco y el médico le había recetado baños de sol, y por eso venían a esta calle, porque era una calle tranquila y no pasaban coches y Oskar podía patinar sin peligro.
Menudo cuento, pensó Bruno, estos vienen porque han visto caer nueces y galletas del balcón. Observaba sus cabezas mal rapadas, cenicientas y con alguna pupa, infectadas de una miseria extrema, como de tiempos pasados y sin posible cura, pero asumida por ellos tranquilamente, cuando de repente un avión de papel cayó a su lado.
−¿No te lo había dicho? –Bruno lo cogió−. Mira cómo está hecho, con una hoja de periódico. La señora Pauli hace miles de aviones, es su manía, y siempre marca palabras con un lápiz. Mira, lee lo que pone aquí, en las alas.
El Cocoliso le quitó el avión de las manos y leyó: «Llega La Ciudad de los Muchachos». Enseguida cayó otro avión con otra pequeña noticia en el costado: «Los jugadores del Barça regalan juguetes a los niños enfermos».
−¿Lo ves? –dijo Bruno.
−¿Y qué?
−Pues eso, que la tía está pirada. A veces los lanza por la noche, pero a la mañana siguiente el barrendero no deja ni uno, los barre sin darme tiempo a cogerlos. Si vienes temprano verás caer muchos en esta calle… Oye, se me acaba de ocurrir una idea. ¿Quieres ganarte unas pelas?
−Claro.
−Te doy cinco céntimos por cada avión que recuperes.
Los ojos rapaces del Cocoliso, cercados de sombrajos y con alguna legaña, eran como estiletes.
−¿Y para qué quieres tú esos papeluchos, colega?
−Son para la vieja. Los que no se han estropeado al caer, los vuelve a lanzar.
El Cocoliso parpadeó, receloso.
−¿Y solo me das cinco céntimos por avión, garrapo?
¿A cuánto te los paga la loca?
Bruno observó el mal estado de sus dientes.
−Diez, venga.
−Veinte.
−Cincuenta por cada tres aviones.
−Vale.
Juan Marsé,
Noticias felices en aviones de papel
No hay comentarios:
Publicar un comentario